Historia de un faro
por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
El velero había salido lleno de euforia
y de esperanza del puerto de Buenos Aires buscando el Pacífico. Pero al
llegar hasta allí no tenía más remedio que bordear la tierra en busca de la
brecha que por el Cabo de Hornos le permitiera torcer hacia la derecha rumbo
hacia el mar grande. Por eso puso confiado proa al sur, aunque su meta fuera
el oeste.
Pero el cambio de rumbo no se hizo. Tal
vez se navegaba con las velas demasiado desplegadas. Tal vez fuera de noche
cuando se pasó frente a la brecha. A lo mejor sucedió durante una tormenta.
No sé. Lo cierto fue que se continuó al sur, rumbo al frío, rumbo al polo. El error se fue haciendo duda a medida
que subía a la conciencia. Una vez plenamente instalado en la conciencia, la
duda floreció en angustia.
El pobre velero se encontró rodeado por
los témpanos, por el frío, las tormentas y un sol lejano que cada vez se
alejaba menos del horizonte. Entonces fue cuando se tuvo conciencia de haber
equivocado el rumbo. De estar marchando hacia la nada, hacia el vacío del
frío y de la muerte. Se le preguntó a la brújula: pero la brújula había
enloquecido. Porque en el polo las brújulas enloquecen y comienzan una danza
que contagia a los marineros.
Ya no tenía sentido seguir. ¿Para qué?
Si cada esfuerzo hacia adelante era un paso hacia la nada fría de la muerte.
Algo que embretaba aún más entre los hielos, la oscuridad y las tormentas.
Se quiso preguntar a las estrellas. Pero
las estrellas revoloteaban en círculo alrededor de un polo cósmico invisible
lo mismo que los albatros alrededor del mástil del velero. En el polo, las
estrellas no nacen ni mueren, simplemente giran equidistantes al horizonte.
Allí, cerca del polo, poner proa una estrella hubiera sido simplemente girar
sobre sí mismo.
Entonces ¿nada había ni en el barco ni
en el cielo, que fuera capaz de devolver el rumbo? Porque el hecho de no
saber dónde se estaba, quitaba todo sentido a lo que se tenía. Los grandes
puntos de referencia eran todos ambiguos. Porque en el polo todo es ambiguo,
hasta el mismo movimiento.
Y fue entonces cuando se recibió el
mensaje.
Tres cortas… una larga… silencio. Tres
cortas… una larga… silencio. Tres…
El brillo intermitente despertó la
curiosidad de esos hombres hambrientos de señales. No. No podía ser una
estrella; porque ese brillo estaba allí, sobre la misma línea horizontal que
ellos. Participaba del movimiento de las mismas olas, rodeado por los mismos témpanos
y el mismo desamparo del frío y las tormentas. Tenía que ser un signo de
presencia humana. Era un faro.
Y el faro continuaba fiel al ritmo de
sus intermitencias: tres cortas… una larga… silencio. Tres…
Y esos marineros aturdidos por el ruido
y la tormenta que silbaba en el cordaje de sus mástiles hubieran preferido
que en lugar de ese silencio, el faro les enviara una palabra con la que se
identificara a sí mismo y los ubicara a ellos. Pero el faro en su soledad
tenía sólo un medio para comunicarse y
manifestar su identidad: la fidelidad al ritmo de sus intermitencias. Y
continuó lanzando sobre la tormenta, las olas y los témpanos, su mensaje de
luz con pañales de silencio.
¿Desembarcar en el faro? Era imposible.
En esas latitudes los faros anidan en arrecifes. La palabra esperada estaba
oculta en el silencio del velero mismo. Porque el velero contaba entre sus
bienes con un libro de faros. Y fue allí donde los marineros fueron a
identificar el mensaje de ese faro. Y fuer gracias a la fidelidad precisa y
silenciosa a sus intermitencias por la que los marineros, mineros del
silencio de ese libro, ubicaron la identidad del faro y con ello un punto de
referencia para su propia posición. Entonces cada cosa antes incoherente,
aportó su pequeño mensaje provisorio: la posición del sol en el horizonte, la
hora del reloj, la danza de la brújula, y hasta las mismas estrellas.
Se supo que se estaba proa al polo. Y se
viró en redondo. Y con ello los marineros supieron que el velero se había
salvado. O mejor, que para ese velero comenzaba la oportunidad de salvarse. Porque esa conversión profunda,
aparentemente no había cambiado nada en la geografía concreta de su
navegación. Seguían rodeados por los témpanos, el frío, las olas y los
vientos. Su conversión no les había cambiado de geografía; simplemente los
había colocado proa hacia una nueva dirección. Antes, seguir era avanzar
hacia la muerte, hacia el frío del polo y de la nada. Ahora, navegar era
avanzar hacia la luz, hacia la vida, hacia el encuentro con los demás
hombres. Era regresar hacia su pueblo, dejando atrás la geografía del reino
de las sombras. Pero allí los dos rumbos participaban aún del mismo medio
externo. Y tal vez el esfuerzo para avanzar fuera ahora aún mayor que el
anterior. porque había que hacer frente a todo eso que los había conducido
hasta allí. Pero la diferencia estaba en que ahora los esfuerzos tenían
sentido porque conducían a la vida. Porque entre los navegantes, lo que
desanima no el tener que hacer esfuerzos, sino el que esos esfuerzos sean
gestos vacíos de sentido.
Poco a poco fue quedando atrás toda esa
geografía polar. Poco a poco las estrellas fueron inclinando sus órbitas
buscando el horizonte, y la brújula fue estabilizándose. Y con ello se
reentró en el mundo de las exigencias normales de la navegación a vela. Se
siguió navegando con fidelidad a esa ruta, proa hacia esa meta donde muerte
el sol.
Allá quedó el faro. Exigido por la
fidelidad al ritmo de sus intermitencias, a su geografía polar y a su
silencio. Porque el misterio personal del faro exige fidelidad a su arrecife,
y un profundo respeto por la ruta personal de cada navegante.
Lo que no quita que a veces sufra de
nostalgia al recordar a los veleros.
Reflexionamos
sobre el cuento:
¿Qué
elementos de cambio encuentro importantes en el texto?
¿Me siento
identificado?
¿Merece la
pena el esfuerzo?
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Miércoles 11 de marzo. CUARESMA: ILUMINA TU CORAZÓN
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