El adviento, llamada a la conversión: mirar a Dios y a los demás
Dios viene a consolarnos. Su venida nos pide una conversión que nos lleve a salir de nosotros mismos, a prepararnos para ser capaces de verle y de acoger su salvación, que siempre tiene que ver con la apertura a los demás. Dios se nos da para que nos demos, y le ayudemos así a trasformar el mundo. Para ello hemos de despertar del posible sueño de la rutina y de la mediocridad, o abandonar la tristeza y el desaliento.
El Señor está cerca, dice San Pablo (Flp, 4, 4-5). ¿Cómo interpreto yo esta cercanía? Respondía el Papa Ratzinger en una ocasión similar, más adelante: “La ‘cercanía’ de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: ¡el amor acerca! La próxima navidad vendrá para recordarnos esta verdad fundamental de nuestra fe y, ante el nacimiento, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en el recién nacido a Jesús, el rostro de Dios que por amor se hizo como nosotros” (Angelus, 14-XII-2008).
Y rezaba así al Dios, Padre nuestro, ante los niños romanos que, según una piadosa tradición, acuden el tercer domingo de adviento al Papa para que les bendiga las figuritas del Niño Jesús – los “Bambinelli”– que pondrán en sus belenes: “Abre nuestro corazón para que sepamos recibir a Jesús en la alegría, hacer siempre lo que él pide y verle en todos los que tienen necesidad de nuestro amor”.
Buenos días elaborados por Ignacio Rivas
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